Es verdad que en España existe una ruptura generacional con el Estado del bienestar.
Lo erróneo es atribuirla a una falta de pedagogía o a un exceso de individualismo juvenil.
Lo que está ocurriendo no es un problema moral, sino estructural, el Estado español ya no ofrece sentido ni recompensa a quienes lo sostienen.
Durante décadas, el pacto social se basó en una ecuación simple, es decir, trabajo estable, impuestos altos y servicios dignos.
Esa ecuación se ha roto.
En España, el salario medio real lleva veinte años prácticamente congelado, el acceso a la vivienda se ha convertido en un privilegio hereditario, y el 50% de los menores de 35 años aún viven con sus padres. No hay ascensor social porque el edificio mismo está en ruinas.
La llamada huida a Andorra no es tanto un fenómeno fiscal como un síntoma de desvinculación cultural.
Cuando el Estado se convierte en un sistema que castiga al productivo y premia a las redes clientelares del Gobierno, la sociedad se vacía de contenido.
Lo que antes era solidaridad hoy se percibe como expolio. El joven que migra no huye de la responsabilidad, sino de la sensación de ser utilizado para sostener un aparato burocrático que ya no cree en él.
Los políticos, mientras tanto, han sustituido el ideal de ciudadanía por el de subsidio.
En lugar de formar adultos libres, el Estado crea dependientes satisfechos. Y la izquierda, antaño motor de movilidad social, se ha convertido en gestora de la precariedad, una especie de administración sentimental del fracaso.
En los discursos de los políticos no hay horizonte, solo gestión de daños.
El resultado es que la ética del trabajo se disuelve, la fiscalidad se percibe como una carga sin contraprestación, y el mérito se ridiculiza como ideología neoliberal.
Cuando el mérito se desprecia, lo que florece no es la igualdad sino el resentimiento. De ahí el auge simultáneo de dos pulsiones, el cinismo escapista (el me voy a Andorra) y el victimismo político (el sistema me oprime). Ambas son hijas del mismo vacío.
La generación de los baby boomers creía en el progreso porque lo vivió. La actual no puede hacerlo porque solo ve redistribución de escasez.
El Estado del bienestar se ha transformado en un Estado del estancamiento, sostenido por deuda, propaganda y culpabilidad moral.
Se nos exige pagar más para recibir menos, agradecer menos libertad a cambio de más tutela, y aceptar que la solidaridad consiste en financiar redes clientelares mientras la natalidad y la productividad se hunden.
En este contexto, Andorra no es un paraíso fiscal, sino un espejismo moral, el último lugar donde aún parece posible conservar algo del fruto propio del esfuerzo.
Quien emigra no busca evadir impuestos para enriquecerse, ni dejar morir a la gente, sino salvarse de una maquinaria que lo trata como súbdito tributario y no como ciudadano libre.
Y ese gesto, aunque pueda ser éticamente discutible, es sobre todo una forma de protesta ante la descomposición del pacto social.
Lo verdaderamente preocupante no es que los jóvenes quieran huir. Es que ya no sientan que haya algo valioso que defender aquí.
La vieja promesa del Estado del bienestar, vivir mejor que tus padres gracias al mérito y la cooperación, se ha desvanecido. En su lugar queda una retórica hueca de justicia social sin justicia, de igualdad sin prosperidad y de pertenencia sin comunidad.
El Estado del bienestar no se destruye porque algunos escapen a Andorra. Se destruye porque dejó de merecer la lealtad de los que trabajan, crean y pagan.
Ningún impuesto puede sostener indefinidamente un sistema que ha perdido su legitimidad moral.
Autor: Salvador Cruz Quintana